El placer de tomar fotos es común a casi
todos los que amamos los viajes y la aventura; nos encanta saber que con esto
nadie tendrá dudas de que estuvimos en el monumento que siempre sale por la
televisión o en la ciudad soñada por todos, o simplemente saber que tendremos
un álbum que será la admiración o la envidia de las visitas. Pero detrás de ese
placer que nos embriaga existe la oportunidad de lograr mucho más. Cuando
llevamos nuestra cámara fotográfica a uno de nuestros viajes lo hacemos con
muchos deseos de traer bonitas vistas para mostrar a familiares y amigos pero
no nos damos cuenta que estamos desarrollando la misma actividad que desde hace miles de años viene realizando el hombre con la finalidad de plasmar
algo importante, interesante o peculiar de su vida.
Sí, parece
absurdo hacer la comparación de la fotografía con las pinturas rupestres pero
lo cierto es que es un fenómeno muy similar, sólo que hemos avanzado tecnológicamente.
Pretendemos consagrar el encuentro único (aunque éste pueda ser vivido por
miles de personas en circunstancias idénticas) entre un individuo y un lugar
famoso, entre un monumento excepcional de la existencia y un sitio importante
por su alto contenido simbólico. La ocasión del viaje solemniza los lugares por
los que se pasa y los más solemnes de entre ellos solemnizan a su vez esa
ocasión. El viaje de novios, por ejemplo, plenamente realizado es la pareja
fotografiada delante de la Torre Eiffel, porque París es siempre la Torre
Eiffel, y porque el viaje de novios verdadero es a París. Aquí ya comenzamos a
plantearnos esos itinerarios estipulados que se han ido creando y afianzando a
lo largo del tiempo, y que hoy en día, tomamos
como “normal” que unos recién casados vayan a París o que una clase de
instituto vaya a esquiar a alguna parte de España.
Y las
fotografías, con características plenamente formadas en los que centramiento y
frontalidad son los medios más decisivos para conferir valor al objeto fijado.
De ahí que la fotografía se convierta en una especie de ideograma o de
alegoría; los rasgos individuales y circunstancias son relegados a un segundo
plano. El personaje fotografiado es puesto en un entorno escogido sobre todo
por su alto contenido simbólico (aunque de manera accidental, por supuesto,
para que pueda tener un cierto valor estético) y que es tratado como signo. Es
muy típica la fotografía en la que se adivina a Fulanito, punto minúsculo
agitando el brazo, ante el Sagrado Corazón y que, como sucede frecuentemente,
ha sido hecha de lejos porque se quería captar el monumento entero y al
personaje, que para descubrir a este último haría falta saber quién es.
Del mismo
modo, muchas fotos muestran a un personaje asociado no ya a un momento
consagrado, sino a un sitio tan absolutamente insignificante como podría serlo
un signo cuya clave se desconoce. Es el caso, por ejemplo, de las fotografías
tomadas en el primer piso de la Torre Eiffel o en los corredores del metro;
pura alegoría, exigen entonces una explicación: “Este es Fulano en la terraza
del primer piso de la Torre Eiffel”.
Suele suceder también que la
decoración sea totalmente indiferente y anónima: una puerta, una casa, un
jardín. Pero sin que jamás pierda contenido informativo, en tanto que expresa,
al menos, el encuentro de una persona y de un lugar en un momento excepcional:
es la puerta de la casa de fulano de tal, donde durmieron los novios durante el
viaje de bodas a París.
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